Acoso sexual
La urgencia de legislar”

Creer que se trata de un comportamiento aislado lleva a olvidar que esta es una conducta extendida, que se refuerza por la tolerancia social y perpetúa la violencia de género. Si realmente existe vocación de prevenir, sancionar y proteger, guiando el comportamiento de los sujetos, necesitamos una nueva normativa que opere como un marco que nos obligue a todos y todas a ser parte de la solución.

Por Claudia Sarmiento
Artículo Publicado en Revista Nº 73, Colegio de Abogados
Santiago. Agosto, 2018. Ver Revista original: aquí

El año 2018 se inscribirá en la historia por el renacer del feminismo. Y decimos renacer y no despertar, pues a pesar de que no habíamos visto movilizaciones abiertamente feministas de esta envergadura desde la época de las sufragistas, nadie podría afirmar que los movimientos de mujeres en Chile son nuevos. Muy por el contrario, lo que observamos es similar al crecimiento del cauce de un río, que aunque a ratos no fuera el más caudaloso, siempre ha estado ahí, irradiando la discusión sobre igualdad y exclusión en nuestro país.

No obstante, sí enfrentamos un cambio de proporciones. Conductas que apenas anteayer eran toleradas, o abiertamente aceptadas, hoy son objeto de reproche. El acoso sexual es, sin lugar a dudas, el más claro ejemplo. Disfrazada de galantería, deseo incontrolable o algún otro ropaje que vestía una definición de la masculinidad como un ejercicio de poder y de sexualidad desbordante e indomable, durante siglos ha existido una tolerancia social frente a acciones no consentidas, tales como aproximaciones indebidas, hostigamientos y tocaciones.

Quienes hacemos del derecho nuestro domicilio profesional, pero también una óptica desde la cual escrutamos los fenómenos sociales, debemos preguntarnos de qué manera el diagnóstico antes presentado es parte de nuestra realidad. Y es que cuando las normas nombran o definen, no estamos frente a un proceso neutro, sino, por el contrario, altamente selectivo: decisiones como qué será reconocido como bueno o malo, qué se sancionará o no, dan lugar a sistemas de validación de ciertas conductas y de disuasión de otras. Este ejercicio es el que se tensiona cada vez que surge un cambio cultural de la magnitud del que estamos presenciando.

Desde esta perspectiva, es importante destacar que el ordenamiento jurídico chileno tiene una respuesta parcial a la problemática. Si se analiza cuál es el ámbito donde el acoso sexual es relevante podemos constatar que se limita al espacio del trabajo. El Código del Trabajo regula en su artículo 2 que las relaciones laborales se basan en el respeto a la dignidad, y que el acoso sexual es un acto contrario a esta. A continuación, ofrece esta definición: “el acoso sexual, entendiéndose por tal el que una persona realice en forma indebida, por cualquier medio, requerimientos de carácter sexual, no consentidos por quien los recibe y que amenacen o perjudiquen su situación laboral o sus oportunidades en el empleo”.

El Código entrega al reglamento interno medidas de resguardo y sanciones que se aplicarán en caso de denuncias por acoso sexual (artículo 154 Nº12). Al efecto, el Título IV del Libro II regula un procedimiento ad hoc para la tramitación de una denuncia de acoso y lo califica como una causal de término del contrato de trabajo (artículo 160 b). Respecto de la administración pública, el Estatuto Administrativo indica que están prohibidos los atentados a la dignidad entre funcionarios, dentro de los cuales se encuentra el acoso sexual, realizando una remisión expresa al Código del Trabajo.

Ciertamente, la legislación laboral es perfectible, pero en este punto bien vale la pena preguntarse si es el único lugar dónde este problema puede presentarse. La respuesta, evidentemente, es negativa. Quizás la esfera donde de manera más apremiante es necesaria una regulación clara es en el campo de la educación superior.

Acá lo determinante es el ámbito de aplicación, pero también los destinatarios. Quienes son trabajadores de universidades privadas están cubiertos por las normas del Código del Trabajo, pero en el caso de los y las estudiantes, tales normas no aplican. Esta falencia ha quedado al desnudo ante denuncias de acoso sexual al interior de universidades.
Al no existir una obligación de regular esta materia, muchas de ellas no cuentan con protocolos que se hagan cargo de la situación; otras, aun contando con protocolos, no abordan cabalmente la complejidad del problema, o bien no son capaces de prevenir el acoso y crear ambientes de estudio libres de violencia, como tampoco de sancionar aquilatando correctamente las garantías de un debido proceso, reconocer el problema de género que subyace a este fenómeno y responder en tiempo y forma. Pocas son las que se hacen cargo de la protección de quien ha sido víctima de acoso.

Tratándose de la universidades públicas, es importante destacar que el 5 de junio se publicó la Ley sobre Universidades Estatales, Nº21.094. En su artículo 49 extiende a “estudiantes, y de toda persona vinculada, de cualquier forma, a las actividades de la respectiva institución” la respuesta que ahora tiene el Estatuto Administrativo frente al acoso sexual, con todas sus virtudes y con todas sus falencias.

Violencia de género Lo señalado hasta ahora supone que las personas establecen relaciones que se enmarcan en contextos institucionales, pero también existe acoso en el ámbito público, específicamente, en las calles. Desde los albores de la pubertad las mujeres estamos expuestas a comentarios de alto contenido erótico, insinuaciones o agarrones, entre otras conductas, que en algunos casos son la antesala de situaciones más graves como el abuso sexual o la violación.

Es complejo para quienes no han tenido esta experiencia reconocer en el espacio de la calle un lugar agresivo, en el cual no es correcto vestir de determinada manera, caminar a ciertas horas o ir a ciertos lugares. Tampoco es evidente darse cuenta cómo se perciben estas acciones, cómo se transforman en un riesgo que se internaliza y que, así, limita la esfera de circulación de quienes lo padecen. Existen proyectos de ley que buscan abordar el acoso callejero, pero por ahora no es posible prever que se conviertan en ley.

Cualquier mujer puede empatizar con esta situación, pero esta realidad se ve exacerbada en el caso de las trabajadoras sexuales, respecto de quienes las manifestaciones de violencia no se limitan al acoso, sino que muestran en toda su crudeza la violencia sexual.

Si tomamos distancia del debate sobre acoso sexual, no tardaremos en percatarnos de que este se inscribe en un fenómeno más amplio, frente al cual no existe una respuesta comprensiva de parte del derecho chileno: la violencia de género. Nuestro país cuenta con una legislación que enfrenta de manera atomizada la discriminación y la violencia estructural tributarias de un sistema patriarcal. Esta fórmula está muy lejana de las obligaciones del Estado en materia de derechos humanos, siendo el referente más claro y concreto lo normado en la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, Convención de Belem Do Para. Esta Convención establece en su artículo 1º que por violencia contra la mujer debe entenderse “cualquier acción o conducta, basada en su género, que

cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado”. Igualmente, indica que la violencia puede ser perpetrada por particulares o agentes del Estado.

¿Por qué es importante incorporar por medio de legislación doméstica las principios y reglas que contiene este tratado internacional y una mirada más amplia? Porque en la medida que seamos incapaces de distinguir el telón de fondo de la discriminación y violencia de género, solo reproduciremos soluciones parciales que no abordarán las causas del problema.

Cuando pensamos que el acoso sexual guarda relación con un mero comportamiento aislado, olvidamos que esta es una conducta extendida, que se refuerza por la tolerancia social. Si creemos que el acoso sexual guarda relación con las debilidades de las mujeres al no enfrentar a sus acosadores, estamos culpándolas del comportamiento de otros. Si pensamos que el problema del acoso se soluciona solo con una sanción, estamos llegando tarde a todos los casos.

Las políticas públicas deben apuntar a generar las condiciones para favorecer una cultura de respeto e igualdad. Esto no es un favor, sino parte de nuestro marco constitucional y un mínimo civilizatorio.

Esta demanda no es una quimera. El sufragio se extendió a las mujeres en Chile en 1952 y desde esta fecha, mucha agua ha corrido bajo el puente. Por ejemplo, desde 2015 existe el Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género y, aunque la participación es aún magra, gracias a la aplicación del criterio de paridad de género contenido en la Ley N°20.820, nuestro Poder Legislativo está siendo progresivamente integrado por más mujeres. Las mismas parlamentarias, ahora, están solicitando y debatiendo sobre la necesidad de tener una Comisión de la Mujer y la Equidad de Género.

Estos son solo algunos ejemplos de cómo este río puede transformarse en un torrente. Urge, claro, apurar el tranco. Si realmente existe vocación de prevenir, sancionar y proteger, guiando el comportamiento de los sujetos, necesitamos una nueva normativa que opere como un marco que nos obligue a todos y todas a ser parte de la solución.

Enfrentamos un cambio de proporciones. Conductas que apenas anteayer eran toleradas, o abiertamente aceptadas, hoy son objeto de reproche. El acoso sexual es, sin lugar a duda, el más claro ejemplo.
Existen proyectos de ley que buscan abordar el acoso callejero, pero por ahora no es posible prever que se conviertan en ley.